La pandemia nos ha hecho entrar en una nueva fase de intervenciones y ajustes donde una combinación de políticas fiscales y monetarias a nivel del G-7, que son las economías lideres por nivel de ingresos, han comprometido recursos por el orden de 7 billones de dólares. Es natural que las personas, dado los múltiples antecedentes históricos sobre el impacto inflacionario de la inyección de grandes masas de dinero en cortos periodos, se pregunten si dentro de unos años veremos una gran inflación como consecuencia de estas acciones. En esta columna evaluaremos en qué condiciones puede gestarse una ola inflacionaria.
Sí algo han mostrado los experimentos macroeconómicos para atender a la Gran Crisis Financiera del 2007-2009, es que todavía hay muchas cosas que no sabemos de la inflación. Todavía sigue siendo un misterio por qué la cantidad de recursos inyectados a través del Quantitative Easing Program sólo generó la subida de los precios de los activos financieros mientras a la Reserva Federal (FED) le ha sido imposible alcanzar su meta inflacionaria de 2 por ciento durante años. Por mucho tiempo se pensó que las palabras liquidez y baja inflación no podían coexistir en la misma frase, sin embargo sucedió.
La pandemia nos ha hecho entrar en una nueva fase de intervenciones y ajustes donde una combinación de políticas fiscales y monetarias a nivel del G-7, que son las economías lideres por nivel de ingresos, han comprometido recursos por el orden de 7 billones de dólares. Es natural que las personas, dado los múltiples antecedentes históricos sobre el impacto inflacionario de la inyección de grandes masas de dinero en cortos periodos, se pregunten si dentro de unos años veremos una gran inflación como consecuencia de estas acciones.
En economía las condiciones de arranque de un proceso son relevantes. Sólo los niveles de deuda de Japón (154 por ciento del PIB) e Italia (121 por ciento del PIB) cruzan el umbral de endeudamiento del 100 por ciento de PIB, considerado crítico para la generación de distorsiones en el crecimiento económico que incluyen presiones inflacionarias alcistas.
La pandemia ha generado una reducción simultánea de la oferta y la demanda, con énfasis en las actividades que se desarrollan con grupos humanos en estrecho contacto. Tal reducción ha generado, además de altas tasas de desempleo, caídas en el consumo y aumentos en las tasas de ahorro precaucional, lo que en conjunto genera presiones deflacionarias de corto plazo. Por otro lado, una reducción de la oferta de bienes y servicios en conjunto con un aumento importante de M2 (depósitos a la vista, a plazos) genera cierto escozor inflacionario, salvo que la pandemia haya reducido la velocidad de circulación del dinero, lo cual aún no sabemos.
¿Qué podría causar un brote sorpresivo de inflación? Un aumento importante de endeudamiento de los gobiernos nacionales, acompañado de una subordinación de los bancos centrales a las presiones de los poderes ejecutivos que demandarían bajas tasas de interés en el más puro estilo de la dialéctica Trump-Powell, y unas tasas de interés al alza a pesar de las presiones gubernamentales.
No podemos olvidar que la gran productividad china de las últimas dos décadas, y cambios en los canales de distribución de productos, gracias al comercio on line, fueron dos fuentes deflacionarias presentes en el último quinquenio. Mientras los cambios tecnológicos seguirán abonando a la deflación no puede decirse lo mismo de la redefinición de la globalización que se avecina, en la que el gigante asiático no las tiene todas consigo.
Para evitar la amenaza de la inflación, es necesario que apenas las economías den señales de entrar en una sólida recuperación, los impuestos a corporaciones y a las grandes fortunas suban para rebajar los saldos del endeudamiento que serán contraídos durante esta crisis. En el camino los bancos centrales tendrán que dar una gran pelea para proteger su autonomía. Los pronósticos no son buenos para el empleo y la remuneración del ahorro. El futuro pinta más deflacionario que nunca.
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